El dinero no puede comprar la felicidad, México, Argentina, Estados Unidos. Opinión, 30 de noviembre de 2014, Diario El Día, La Plata, Argentina
Por MARTIN TETAZ (*) Twitter @martintetaz El recuerdo más viejo de todos los que tengo es el del día que cumplí cuatro años. Veo el living de la casa de calle 5 en un día hermoso de un sol de diciembre, la persiana abierta como visera, y mi viejo que me regala un autito a fricción rojo, envuelto en una bolsa de papel madera, de esas que ahora se usan para las facturas. Entre los cuatro y los cinco mi abuela monopoliza mis memorias. Recuerdo la sucesión de fines de semana que trepábamos al 561 y sin quererlo me ayudaba a hacer mis primeras armas en la lectura, jugando a recitar los letreros de las marquesinas que promocionaban los comercios de diagonal 74 y particularmente veo, cerrando los ojos, el viejo cartel de Sabanas Salama. El monasterio de 24 y 66. La parada en las esquina de 30. La entrada al chalet cerrado de la avenida 66. Un cuarto devenido en sala de juegos y una lata grande llena de bolitas que de chiquito tenía particular facilidad para ganar. EL GRAN AMOR Hace mucho tiempo que ya no está más pero aunque los años pasen y hoy tenga una familia que me llena de felicidad, mi abuela sigue siendo la mujer que más amé en toda mi vida. La amé por sus milhojas, por sus abrazos, por sus rezos compartidos, por su compañía, pero también porque pagaba con sus privaciones cada uno de mis caprichos, porque disimulaba el dolor de sus caídas para no asustarme y porque es la única persona que conozco que fue capaz de demorar su muerte para poder despedirse. Fui muy feliz cada uno de los días que me regaló un abrazo, un beso y hasta un reto estereotipado y tan actuado que provocaba más risas que llantos. Soy aún feliz cada vez que la recuerdo, que la pienso, que la extraño. Y aunque lo intente una y mil veces no logro ninguna sensación siquiera parecida con el recuerdo de las cosas materiales. Ni con aquel autito rojo a fricción, que por entonces era mejor que una play station, ni con el camioncito de bomberos que me regalaron más tarde, ni con el karting a pedal que mi viejo tenía en el campo de Maipú, ni con las primeras zapatillas de marca que me compraron a los catorce. Por eso no me sorprendí cuando esta semana, en el Foro Internacional de Bienestar y Desarrollo de Guadalajara, México, todos los investigadores del mundo presentaron los mismos resultados que nosotros obtuvimos en Argentina, mostrando una y otra vez que en cualquier lugar geográfico en el que uno indague, la variable que mejor explica la felicidad de las personas no es el dinero sino la calidad y cantidad de tiempo que pasamos con nuestra familia y nuestros amigos, nuestro capital social de relaciones comunitarias y el grado en que nos permitimos soñar con proyectos y metas. A muchos les genera todavía escepticismo. Cuando difundí esta semanas por las redes sociales un ranking que mostraba que en México y Venezuela la gente reportaba mayores niveles de satisfacción con la vida que en Estados Unidos, Japón y Alemania, explotó el sentido común de quienes no entienden cómo puede ser que países tan atrasados en lo económico sean los más felices. Sin embargo, las investigaciones son concluyentes. El ingreso per cápita es hoy en Estados Unidos el doble que el que prevalecía 50 años atrás y sin embargo las generaciones actuales no reportan mayores niveles de felicidad, e incluso en Argentina, donde el PBI por habitante es un 60% mayor que hace 30 años atrás y donde gastamos la mitad de nuestros ingresos en bienes y servicios que ni siquiera se habían inventado entonces, la realidad es que nuestra generación no se siente más satisfecha que nuestros viejos. La disociación entre el bienestar material y la felicidad tienen probablemente que ver con un fenómeno de la Psicología Cognitiva denominado “efecto habituación” que da cuenta de la capacidad del ser humano para acostumbrarse a las nuevas condiciones rápidamente, sin importar si estas son mejores o peores que las anteriores. EL ULTIMO REFUGIO En el caso particular de los países latinoamericanos, que en todas las encuestas reportan ser los más felices del mundo, es plausible pensar que la enorme inestabilidad macroeconómica ha fortalecido incluso más los vínculos familiares y las relaciones sociales, puesto que carentes de mercados financieros sofisticados, el círculo íntimo ha sido muchas veces el último refugio en lo económico, cosa que no ocurrió en el primer mundo, porque allí la estabilidad brinda una protección social permanente que aquí no existe. Luego, si la felicidad depende de las relaciones personales con la familia, la pareja, o los amigos, pues resulta lógico que sean más felices aquellas sociedades que por necesidad o elección, cultivan estas formas de capital social. Si usted todavía no se convence, lo invito a que naveguen sus recuerdos hacia atrás y busque cada una de las memorias capaces de tocar sus emociones. ¿Cuáles han sido sus épocas más felices? ¿Verdad que casi siempre se trata de una huella que han dejado otros? Le apuesto que no hay televisores de pantalla plana, ni ropa de marca, ni joyas. Yo vi a mi abuela caminar 40 cuadras para hacer rendir una jubilación de miseria Todavía siento sus abrazos. Todavía la siento. Todavía soy feliz (*) El autor es economista, profesor de la UNLP y la UNNoBA, investigador del Instituto de Integración Latinoamericana (IIL) e investigador visitante del Centro de Estudios Distributivos Laborales y Sociales (CEDLAS)
Leer más en http://www.eldia.com.ar/edis/20141130/opinion0.htm#.VHsLZwpKKRs.facebook
Por MARTIN TETAZ (*) Twitter @martintetaz El recuerdo más viejo de todos los que tengo es el del día que cumplí cuatro años. Veo el living de la casa de calle 5 en un día hermoso de un sol de diciembre, la persiana abierta como visera, y mi viejo que me regala un autito a fricción rojo, envuelto en una bolsa de papel madera, de esas que ahora se usan para las facturas. Entre los cuatro y los cinco mi abuela monopoliza mis memorias. Recuerdo la sucesión de fines de semana que trepábamos al 561 y sin quererlo me ayudaba a hacer mis primeras armas en la lectura, jugando a recitar los letreros de las marquesinas que promocionaban los comercios de diagonal 74 y particularmente veo, cerrando los ojos, el viejo cartel de Sabanas Salama. El monasterio de 24 y 66. La parada en las esquina de 30. La entrada al chalet cerrado de la avenida 66. Un cuarto devenido en sala de juegos y una lata grande llena de bolitas que de chiquito tenía particular facilidad para ganar. EL GRAN AMOR Hace mucho tiempo que ya no está más pero aunque los años pasen y hoy tenga una familia que me llena de felicidad, mi abuela sigue siendo la mujer que más amé en toda mi vida. La amé por sus milhojas, por sus abrazos, por sus rezos compartidos, por su compañía, pero también porque pagaba con sus privaciones cada uno de mis caprichos, porque disimulaba el dolor de sus caídas para no asustarme y porque es la única persona que conozco que fue capaz de demorar su muerte para poder despedirse. Fui muy feliz cada uno de los días que me regaló un abrazo, un beso y hasta un reto estereotipado y tan actuado que provocaba más risas que llantos. Soy aún feliz cada vez que la recuerdo, que la pienso, que la extraño. Y aunque lo intente una y mil veces no logro ninguna sensación siquiera parecida con el recuerdo de las cosas materiales. Ni con aquel autito rojo a fricción, que por entonces era mejor que una play station, ni con el camioncito de bomberos que me regalaron más tarde, ni con el karting a pedal que mi viejo tenía en el campo de Maipú, ni con las primeras zapatillas de marca que me compraron a los catorce. Por eso no me sorprendí cuando esta semana, en el Foro Internacional de Bienestar y Desarrollo de Guadalajara, México, todos los investigadores del mundo presentaron los mismos resultados que nosotros obtuvimos en Argentina, mostrando una y otra vez que en cualquier lugar geográfico en el que uno indague, la variable que mejor explica la felicidad de las personas no es el dinero sino la calidad y cantidad de tiempo que pasamos con nuestra familia y nuestros amigos, nuestro capital social de relaciones comunitarias y el grado en que nos permitimos soñar con proyectos y metas. A muchos les genera todavía escepticismo. Cuando difundí esta semanas por las redes sociales un ranking que mostraba que en México y Venezuela la gente reportaba mayores niveles de satisfacción con la vida que en Estados Unidos, Japón y Alemania, explotó el sentido común de quienes no entienden cómo puede ser que países tan atrasados en lo económico sean los más felices. Sin embargo, las investigaciones son concluyentes. El ingreso per cápita es hoy en Estados Unidos el doble que el que prevalecía 50 años atrás y sin embargo las generaciones actuales no reportan mayores niveles de felicidad, e incluso en Argentina, donde el PBI por habitante es un 60% mayor que hace 30 años atrás y donde gastamos la mitad de nuestros ingresos en bienes y servicios que ni siquiera se habían inventado entonces, la realidad es que nuestra generación no se siente más satisfecha que nuestros viejos. La disociación entre el bienestar material y la felicidad tienen probablemente que ver con un fenómeno de la Psicología Cognitiva denominado “efecto habituación” que da cuenta de la capacidad del ser humano para acostumbrarse a las nuevas condiciones rápidamente, sin importar si estas son mejores o peores que las anteriores. EL ULTIMO REFUGIO En el caso particular de los países latinoamericanos, que en todas las encuestas reportan ser los más felices del mundo, es plausible pensar que la enorme inestabilidad macroeconómica ha fortalecido incluso más los vínculos familiares y las relaciones sociales, puesto que carentes de mercados financieros sofisticados, el círculo íntimo ha sido muchas veces el último refugio en lo económico, cosa que no ocurrió en el primer mundo, porque allí la estabilidad brinda una protección social permanente que aquí no existe. Luego, si la felicidad depende de las relaciones personales con la familia, la pareja, o los amigos, pues resulta lógico que sean más felices aquellas sociedades que por necesidad o elección, cultivan estas formas de capital social. Si usted todavía no se convence, lo invito a que naveguen sus recuerdos hacia atrás y busque cada una de las memorias capaces de tocar sus emociones. ¿Cuáles han sido sus épocas más felices? ¿Verdad que casi siempre se trata de una huella que han dejado otros? Le apuesto que no hay televisores de pantalla plana, ni ropa de marca, ni joyas. Yo vi a mi abuela caminar 40 cuadras para hacer rendir una jubilación de miseria Todavía siento sus abrazos. Todavía la siento. Todavía soy feliz (*) El autor es economista, profesor de la UNLP y la UNNoBA, investigador del Instituto de Integración Latinoamericana (IIL) e investigador visitante del Centro de Estudios Distributivos Laborales y Sociales (CEDLAS)
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